TU MUNDO ANIME
  LLEVAME CONTIGO (R.L.STINE) LIBRO
 

LLÉVAME CONTIGO

R.L.STINE

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


INTRODUCCIÓN

No me gusta entrar en las tiendas de anti­güedades porque por ellas merodean los fan­tasmas, y los objetos que venden están em­brujados por sus antiguos propietarios. Echa un vistazo en una y verás...

Ese cepillo de plata todavía empuñado por la mano de la mujer que en otro tiempo lo utilizaba para peinarse. Esa butaca de cue­ro que parece vacía, pero que está ocupada por el mismo señor que antes se sentaba en ella día tras día, apoyando la espectral cabe­za sobre su mullido respaldo. Esos antiguos collares de cuentas que repiquetean en el cuello de su difunta propietaria. Y ese coche de bomberos de madera que aún adoran los fantasmas de los niños que con él jugaron cien años atrás.

Esas tiendas están repletas de fantasmas. Lo sé. Los he visto.

Ésta es la historia de un padre que se pre­senta en casa con un viejo y desvencijado baúl de viaje adquirido en una tienda de an­tigüedades. Adivina lo que aguarda en su in­terior...


Papá trajo a casa un viejo baúl que había encontrado en una tienda de antigüeda­des. Era largo, de color negro, y estaba cu­bierto de polvo. La tapa tenía docenas de abolladuras y arañazos, y el metal del cierre estaba completamen­te oxidado.

-¡Fíjate qué hallazgo tan impresionante, Amber! - exclamó papá.

-Vaya rollo - gruñí.

-Nos vendrá de perlas para el crucero -replicó él-. Ya verás qué bien quedas cuando subas a ese bar­co con un auténtico baúl de viaje antiguo.

-Eso es lo que tú crees. Es una antigualla, y segu­ro que me apesta la ropa.

Mi padre raras veces hace caso de lo que le digo. Así que se empeñó en arrastrar el monstruoso baúl hasta mi habitación, y aquello pesaba una tonelada. Al final acabé ayudándole a colocarlo frente a la vitrina donde guardo mi colección de muñecas.

Se levantó una polvareda impresionante. Estornudé dos veces, pero mi padre, ni caso. Estaba muy entreteni­do forcejeando con el cierre. Por último, dio tal tirón que se estampó contra mi vitrina. Las muñecas saltaron en los estantes, como si les hubieran dado un susto.

-¡Ten cuidado! ¡Mi colección! - exclamé.

-No pretendo estropear tus preciosas muñecas -dijo. Fue hacia la puerta y agregó - : Necesito un destornillador.

Inclinada sobre el horrible baúl, me dispuse a colocar mis muñecas en su sitio. Mi colección consta de ocho Barbies, cuatro Jeans, un par de American Girls, y otros diez ejemplares que compré simplemente por gusto.

Tengo doce años, y como ésta no es edad para an­dar jugando con muñecas, me limito a coleccionarlas. Mi hermana Fiona, que tiene ocho, ha empezado a ha­cer su propia colección. Por eso la llamo Fiona la co­piosa. Siempre imita lo que yo hago.

Segundos más tarde, papá estaba de vuelta con un destornillador y un martillo. Se agachó frente al baúl y se puso a forcejear con el cierre, silbando muy feliz.

-Papá, que sepas que no pienso llevar esta mons­truosidad al crucero - advertí.

-Espera a ver lo que hay dentro -dijo. Abrió fi­nalmente el oxidado cierre y me dijo que le ayudara a levantar la tapa.

-¡Puaj! - exclamé al recibir la bocanada de aire enrarecido y maloliente que surgió del baúl como una nube de polvo. Sé que os sonará extraño, pero el pol­vo soltó como un suspiro al salir de allí dentro.

Me tapé la nariz y observé cómo la nubecilla flota­ba hacia el techo hasta desvanecerse. ¡Papá, por favor! -supliqué-. ¡No pienso lle­var ese baúl al crucero! ¡Ciérralo!

Pero mi padre ya estaba encorvado sobre él, revol­viendo el interior.

-¡Vaya! -exclamó-. ¡Qué impresionante!

-¿Qué es lo impresionante? -dije asomándome.

Mi padre había cogido una pila de pañuelos de enca­je. Estaban totalmente amarillentos. Vi un par dé zapa­tos negros antiguos con cordones. Sacó una falda larga y plisada de color gris. Todo parecía del año de la nana.

-No hay gran cosa - observó papá, contemplan­do los zapatos-. Es como si alguien hubiera dejado el equipaje a medias.

-¿Y si decidiera coleccionar ropa antigua y apes­tosa? - bromeé. Pero él se lo tomó en serio.

Durante la cena, papá siguió con el tema del baúl.

-Es una joya -le dijo a mamá-. Una vez limpio, Amber estará encantada.

-¿No podrías haberme comprado una maleta nueva bien bonita? -pregunté.

-La gente siempre lleva baúl para un crucero - observó mamá.

-Yo quiero un baúl como el de Amber -intervi­no Fiona, metiéndose en la conversación.

Dejé escapar un suspiro.

-No sé por qué me obligáis a ir a ese crucero.

Ya lo sé. Suena a niña respondona, pero el verano anterior había estado en un campamento con Amy y Olivia, mis dos mejores amigas, y quería repetir vaca­ciones con ellas.

Bajé la vista a los espaguetis. Ni siquiera los había probado.

-Seguro que seré la única niña en todo el barco -protesté- . Estará todo lleno de carcamales.

-¡No! -saltó Fiona-. ¡Estaré yo!

- Ya encontrarás a alguien con quien charlar, Am­ber -dijo mamá-. Seguro que harás montones de amigos.

-¿Por qué no podemos hacer unas vacaciones normales? -protesté.

-Cómete los espaguetis –replicó papá.

Después de cenar subí enseguida a mi habitación pa­ra llamar por teléfono a Olivia. No había cruzado aún la puerta cuando me sacudió el tufo a moho que salía del baúl. Desde el umbral observé que la tapa estaba abierta. Alcé la vista a la vitrina y… ahogué un grito.

¡Mis muñecas! Antes de salir de mi habitación las había dejado de pie o sentadas, ordenadas en perfectas hileras, y ahora me las encontraba todas desparrama­das de cualquier modo, cayéndose de los estantes, amontonadas unas encima de otras.

Junto al baúl vi dos Barbies tiradas en el suelo. Te­nían la cabeza vuelta del revés. Y encima del estante su­perior, ¡una muñeca boca abajo!

Me llevé las manos a la cara contemplando estupe­facta el estropicio.

-¡Fiona! - grité- . ¡Sube aquí ahora mismo! Fiona subió corriendo las escaleras con mis padres.

-¿Qué pasa, Amber? -preguntó mamá.

-¡Fiona me ha revuelto todas las muñecas! - ¡Mentira! -protestó Fiona.

-Tu hermana ha estado abajo todo el rato -in­tervino papá-. Además, ella nunca sería capaz de ha­cer una cosa así.

-¡No he sido yo! ¡No he sido yo! -decía Fiona.

-¡Pues alguien ha estado aquí arriba! - repli­qué- . ¡Alguien ha tenido que hacerlo! ¡Las puertas de la vitrina están abiertas de par en par!

Mamá apoyó sus manos en mis hombros.

-Tranquila -dijo con voz serena.

Papá se volvió hacia mí, rascándose los pocos pelos que le quedan en la cabeza.

-Ya sé lo que ha sucedido, hija. Cuando me gol­peé contra la vitrina, debió de caerse alguna muñeca.

- ¡Pero si no es una, si están todas revueltas! -re­pliqué.

Papá frunció el entrecejo.

-Bueno, pero al caer una, habrá provocado una reacción en cadena, ¿no?

Contemplé las muñecas desperdigadas por todas partes. No me pareció el efecto de una reacción en ca­dena. Pero ¿cómo se explicaba si no?

Tardé siglos en volver a colocarlas en su sitio. Des­pués me puse a hablar por teléfono con Olivia y estu­ve casi una hora al aparato. Cuando le conté lo de las muñecas, ella se limitó a reír y dijo que a lo mejor ha­bía sido un terremoto.

Luego intenté convencer a mi padre de que sacara aquel apestoso baúl de mi dormitorio, pero él dijo que estaba muy ocupado.

Yo suelo dormir a pierna suelta, pero ese día me des­pertó a media noche la voz de una niña que me susurraba: -Llévame... llévame contigo.

Me incorporé de un salto, repentinamente desvela­da. Un escalofrío me recorrió la espalda.

-¿Quién anda ahí? -pregunté con un hilo de voz. No hubo respuesta.

Eché un vistazo alrededor. La lámpara de la mesita de noche proyectaba largas sombras sobre el suelo. El baúl estaba cerrado. Lo observé detenidamente. Me había parecido que el susurro salía de su interior.

Apagué la luz y me recosté en la almohada. Empeza­ba a pensar que todo había sido un sueño, cuando sentí una ráfaga de aire frío y oí de nuevo aquel susurro.

-Llévame... llévame contigo..., por favor.

¡El baúl! ¡Seguro que la voz salía del baúl!

- ¿Quién hay ahí? -grité-. ¿Dónde estás?

Se abrió la puerta, y papá y mamá irrumpieron en mi habitación.

-¿Qué te pasa, Amber?

Me incorporé en la cama, agarrada a las sábanas.

-Una niña me está susurrando cosas -respon­dí-. Dice: «Llévame contigo.»

Enseguida advertí que no me creían.

-¡Yo también he oído susurros! -gritó Fiona desde el fondo del pasillo.

-¡Vuelve a la cama, Fiona! - ordenó papá. Mamá me acarició el pelo con ternura.

-Ha sido un sueño -dijo- . Estás nerviosa por el crucero y seguro que eso te ha provocado una pesa­dilla.

-¡No estoy nerviosa por ese estúpido crucero! -protesté-. Abrid el baúl. La voz salía de ahí dentro. Papá alzó la tapa.

-Ah, es verdad. Aquí dentro hay un montón de niños - dijo - . Y están de juerga.

-¡No tiene gracia! - repliqué indignada.

-Duérmete, Amber -dijo mamá-. No pasa nada.

Dejé que regresaran a su dormitorio. Era inútil dis­cutir. Dijera lo que dijera, sabía que no iban a creerme.

Intenté conciliar el sueño pero estaba completamente desvelada, aguzando la oreja... pendiente de los susurros de la niña. Al final hundí la cara en la almo­hada y conseguí quedarme dormida.

El jueves por la mañana desperté antes de que so­nara el despertador. Me sentía como si no hubiera pe­gado ojo en toda la noche. Me encaminé hacia el cuarto de baño, bostezando. Pero al llegar y encender la luz, ahogué un grito.

Me quedé clavada ante el espejo del botiquín, sin dar crédito a mis ojos. Alguien había garabateado con un pintalabios rojo sobre el cristal: «Llévame contigo.»

-¡Mamá! ¡Papá! - exclamé.

Ya estaban desayunando. Oí ruido de sillas en la cocina, e inmediatamente subieron corriendo las esca­leras.

-¡Mirad! -Apunté frenéticamente hacia el espe­jo - . ¡Es lo mismo que me susurró la niña! ¡Exacta­mente lo mismo!

Habían asomado la cabeza por la puerta del baño. Papá tenía los ojos puestos en el pintalabios que esta­ba junto al lavabo. Mi pintalabios.

Mamá sacudió la cabeza.

-Eso no prueba nada, Amber -dijo con voz se­rena-. Por mucho que pintarrajees el espejo, no con­seguirás convencernos ni a tu padre ni a mí de que ano­che oíste una voz. Fue una pesadilla. Todo el mundo tiene pesadillas.

-¡Pero si yo no lo he escrito! -exclamé indignada.

- Ya sabemos que estás un poco trastornada por lo del crucero - dijo papá, palmeándome la cabeza como si tuviera cinco años en lugar de doce-. Pero haz el fa­vor de no jugar con estas cosas.

-Tenemos que salir corriendo -dijo mamá-. Hay que comprar los bañadores para las vacaciones. Limpia ese espejo, Amber, y vete al colegio.

Se fueron a toda prisa. Les oí cerrar la puerta de la entrada al marchar. No me creían. Pero yo sabía que no mentía.

Corrí a mi habitación y me vestí en un segundo, con el corazón palpitando a cien. La noche anterior me había parecido que aquella voz salía del viejo baúl. ¿Y si estaba embrujado? ¡Ni loca me iba a quedar sola en casa para descubrirlo!

Estaba saliendo ya por la puerta trasera cuando sentí una ráfaga de aire frío en la nuca. Y de nuevo oí los susurros. Era la voz de una niña, soplando a mi es­palda, a mi oído.

-Lleeé...vaaa...meee cooon...tiii...gooo. Lleeé... vaaa...meee cooon...tiii...gooo.

Al salir de clase, me llevé a Amy y Olivia a casa. Lo último que deseaba era quedarme sola.

Ellas se empeñaron en que les mostrara el baúl. Al­cé la tapa, convencida de que al abrirlo saltaría un monstruoso fantasma, pero aparte de la ropa vieja, no había nada. Mis amigas estuvieron de acuerdo en que apestaba.

-Si lo limpiaras, iría muy bien para el campamen­to - sugirió Olivia.

- ¡Pero si no me dejan ir! -dije con voz quejum­brosa.

Las dos me abrazaron para consolarme. Sabía que lo lamentaban profundamente.

-Ojalá no te dé por marcarte y te pases el viaje echando la papilla -dijo Amy.

¡Fantástico!

Qué gran consuelo.

Esa noche, durante la cena, supliqué a papá que de­volviera el baúl a la tienda de antigüedades. Él dijo que intentaría sacar tiempo, quizás el viernes o el sábado.

Mis padres salieron después con unos amigos. Al acostarme dejé la luz de la mesita de noche encendida. Pensé que ahuyentaría a la niña de los susurros.

Pero me equivoqué. No había hecho más que me­terme la cama, cuando sentí que una ráfaga de aire frío invadía la habitación.

- Llévame contigo..., por favor...

Abrí la boca para lanzar un grito, pero no salió nin­gún sonido.

El aire pareció enfriarse por momentos, y una ex­traña quietud invadió el dormitorio. En medio del si­lencio, volví a oír los susurros.

-Lleeé...vaaa...meee cooon...tiii...gooo.

Pero entonces un espectro surgió del baúl. Era una niña, una niña vestida a la antigua usanza, toda de negro, con unos tirabuzones largos y oscuros enmarcándole el rostro. Tenía los ojos grandes, oscuros y profundos.

- ¡No! ¡No, por favor! ¡Vete de aquí! ¿Qué quie­res? ¡Vete!

Alcé la vista y vi con espanto que flotaba sobre mí. La luz formaba un halo en torno a su oscuro y bello rostro. Bajó la mirada hacia mí... Sus ojos eran tristes y vacíos.

-Gracias - susurró - . Gracias por dejarme salir de ese baúl. Llevaba mucho tiempo ahí encerrada.

-¿Eres un fantasma? ¿Un fantasma de verdad? -pregunté atónita-. ¡Vete! ¡No me hagas daño, por favor!

La niña se acercó flotando.

-Llévame contigo - repitió. Los ojos, desmesu­radamente abiertos, parecían hundírsele en la cabeza. Su negra melena flotaba en torno al rostro como si es­tuviera buceando bajo el agua.

- ¡Vete de aquí! -insistí-. ¡Por favor..., vete! -Llévame. Tienes que llevarme contigo.

- ¡NO! - grité- . ¡No puedo! ¡Vete!

Alcé las manos para ahuyentarla y le rocé un bra­zo. ¡Qué fría estaba! ¡Tenía la piel helada!

-No me hagas daño..., por favor - supliqué de nuevo - . ¡No me hagas daño!

Le brillaron los ojos.

-Ojalá no me vea obligada -replicó.

Intenté saltar de la cama y salir huyendo, pero el es­pectro se acercó flotando a mí, y el aire frío que la en­volvía me dejó paralizada.

-Nunca conseguí hacer el viaje que tenía planea­do -susurró-. Hace ya tanto tiempo... Iba a Escocia, para ver a mis abuelos. Estaba haciendo el equipaje cuando de repente caí enferma. Y morí. Pobre de mí, morí antes de que partiera el barco.

-Lo... lo siento -dije, todavía temblando-. Pe­ro, por favor... Yo no puedo hacer nada. Por favor...

-Llévame contigo. ¡Tienes que llevarme! ¡Lléva­me en el baúl! No puedo estar fuera de ese baúl mucho tiempo o desapareceré para siempre. ¡Llévame! ¡Llé­vame contigo!

-¡No! -Abrí la boca para lanzar un grito, pero una espesa ráfaga de aire viciado. me sofocó.

El espectro se acercó a mi cama, flotando.

- ¡No pienso llevarte! ¡No, y no! -insistí con voz temblorosa.

La niña cambió repentinamente de expresión y me miró enojada. Sus pálidos labios se torcieron en una mueca de desprecio.

-¡Pues me llevarás! -dijo con tono autoritario -. ¡Porque ocuparé tu lugar!

-¿Qué quieres decir? -pregunté despavorida.

Pero ya la sentía oprimiéndome. Era una sensación de frío y presión que empezaba en la coronilla y se iba deslizando como un peso helado en mi cerebro. No podía mantener los ojos abiertos. De pronto se me ha­cía difícil respirar. El espectro de la niña estaba pene­trando en mi cerebro, en mi cuerpo.

-Estoy poseyéndote, Amber - susurró -. Estoy entrando en ti y ocuparé tu lugar en ese crucero.

-No...

La habitación se nubló con unas nubes densas y grisáceas. Apenas si distinguía la luz de la lámpara.

Iré a ese crucero, Amber -afirmó el espectro -.

Dentro de unos segundos ya no sentirás nada, absolu­tamente nada. Habrás desaparecido.

«¡Noooooo! -creí gritar, pero sólo lo oía en mi mente - . Tengo que resistir, tengo que desprenderme de ella.»

Me incorporé en la cama, haciendo acopio de todas mis fuerzas, y logré ponerme en pie.

«Aún puedo moverme -pensé-, aún soy capaz de controlar mis movimientos.»

-No te resistas a mí, Amber -me advirtió el es­pectro-. No puedes conmigo.

«Sí puedo -repliqué con firmeza-. Sí... sí...»

Forcejeando con ella y contra el peso que me opri­mía, crucé la habitación incapaz de ver nada.

Extendí los brazos, tanteé a ciegas en la gélida os­curidad y me aferré a algo. Agarré dos muñecas que es­taban sobre la vitrina, una en cada mano, y las estreché contra mi pecho.

- ¡Estas muñecas son mías! -grité por fin, recu­perando la voz-. ¡Son mías, y eso prueba que soy yo!

Entonces vi con sorpresa que la oscuridad se desva­necía, como si de pronto el cielo se despejara de nubes, y descubrí a la niña junto a mí, vestida como antes, con el mismo cuerpo fantasmal. Me miraba con estupor y enojo. Enojo por haberla arrojado de mi cuerpo.

Vi que daba un paso atrás, tambaleante, y percibí un atisbo de miedo en su mirada. Enseguida me arrojé so­bre ella con todas las fuerzas de mi cuerpo, ¡mi cuerpo!

La niña, estupefacta, cayó en el baúl con un gemido de espanto. El pelo revoloteó sobre su cara, y su cuerpo pareció doblarse. Inmediatamente bajé la pesada tapa del baúl y eché el cerrojo. Me desplomé sobre él jadeando, con el corazón desbocado y el cuerpo entero empapado en sudor.

Me aferré al baúl como si fuera un bote salvavidas y esperé. Esperé por si el fantasma de la niña se alzaba dando aullidos. Esperé con la respiración entrecorta­da, procurando apaciguar los latidos de mi corazón.

No. Ya era imposible que escapara. Estaba ence­rrada. Estaba derrotada. Había conseguido devolver­la a la oscuridad del baúl para siempre. Me puse en pie, exhausta, y fui tambaleante hasta la cama.

-¿Amber? ¿Qué es ese ruido ahí arriba?

Mis padres estaban de vuelta. Suspiré aliviada. -Nada, papá -dije en voz alta para que me oye­ran desde abajo - . No pasa nada.

El domingo por la mañana el sol entraba a raudales en mi habitación. Me asomé a la ventana y vi que el día estaba completamente despejado. Los pájaros cantu­rreaban en los árboles.

-Una mañana preciosa para empezar el crucero - observó mamá.

Después de desayunar, mi madre y yo fuimos hacia el muelle. Papá y Fiona se encargaron del equipaje.

En cuanto mamá y yo embarcamos en el enorme buque blanco, sentí una repentina alegría. «Es increíble - pensé- . Este barco es genial. Y hay gente de mi edad. ¡Nos lo vamos a pasar de miedo!»

Fiona y yo íbamos a compartir el camarote con­tiguo al de papá y mamá. Cuando el camarero unifor­mado de blanco nos lo mostró, me quedé de una pieza. Era muy bonito. Lujoso mobiliario de piel, televisor, vídeo, y una cubierta particular donde salir a sentarme con Fiona para contemplar el mar. ¡Guau!

Un poco más tarde, cuando inspeccionaba las choco­latinas del minibar, oí que llamaban a la puerta. Se abrió dejando paso a papá y Fiona. Papá me miró radiante.

-¿Te gusta el camarote, Amber?

-¡Me encanta! - exclamé - . ¡Es genial, papá! Creo que me equivoqué respecto al crucero.

Me premió con una amplia sonrisa.

-¡Sorpresa! - exclamó Fiona-. ¿No adivinas lo que he traído?

Papá hizo una señal al camarero, que aguardaba fuera.

-  Como tú no lo querías -dijo Fiona-, ahora es para mí. ¡Es mi baúl!

Me quedé con la boca abierta.

El mozo tiró del baúl y lo depositó en medio del camarote.

Papá se agachó frente a él, agarró el cierre y lo le­vantó.

-Ven, Fiona - dijo -, yo te lo abro.


 
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